lunes, 22 de septiembre de 2008

Víctor Lustig, estafador

Rodolfo Walsh escribió que tardó dos años en escribir el cuento “Esa mujer”. Pero no trabajó durante dos años para terminarlo: lo comenzó un día y no lo volvió a tocar hasta otro día dos años después, cuando lo finalizó. Del mismo modo, el acto que tal vez justificara la vida de Víctor Lustig duró dos meses. Pero no se extendió a lo largo de esos dos meses: duró el día de su comienzo y el día de su fin.

Lustig nació, como Kafka, en tierras del imperio austro-húngaro que años más tarde serían parte de Checoslovaquia, en 1890. Fue un hombre culto, desvergonzado, llegó a tener veinticinco identidades y a hablar cinco idiomas y desde los diecinueve años lució en el mentón izquierdo una cicatriz, a causa de que un hombre se enteró de que Lustig mantenía relaciones con su esposa. En 1925 tuvo la brillante y descomunal idea de vender la torre Eiffel, y lo hizo dos veces.

Ya instalado en Estados Unidos, se entrevistó un día con Al Capone. Su falsa fama de hábil operador bursátil e inversionista había llegado a oídos del gángster, quien aceptó recibirlo. Después de un breve diálogo, Capone le dio un fajo con cincuenta billetes de mil dólares.

-Son todos mis ahorros -dijo-. Espero que tengan familia.
-Tendrán hijos varones -respondió Lustig.

Volvieron a entrevistarse dos meses después. El semblante de Lustig era de pesadumbre. Dijo que había perdido todo el dinero; reconoció su fracaso. Capone, como quien habla del clima, comenzó un discurso en el que se refirió a las distintas maneras de torturar a un hombre, del tiempo que un verdugo hábil podía llegar a extender la agonía.

-Defraudé su confianza -interrumpió Lustig-. Pero voy a devolverle su dinero porque no soy un miserable. Envíe a uno de sus hombres para que me acompañe al banco y retiraré dinero de mi caja de seguridad para usted.

Minutos después, Lustig le devolvió al gángster sus cincuenta de los grandes. Nunca mejor empleado el posesivo: le devolvió los mismos cincuenta billetes que Capone le había dado dos meses antes. Nunca los había invertido en ningún lado. Habían pasado una temporada en una caja de seguridad.

-Ahora sí que estoy definitivamente arruinado -dijo Lustig.

Al Capone, mirando de reojo, separó cinco billetes y se los dio como “ayuda”.

Toda la farsa de Lustig tuvo su cenit en ese instante. La representación había sido una preparación para llegar al momento cúspide en que el capo de la mafia se conmoviera y cediera una porción de su fortuna. Fortuna que jamás había estado en riesgo.

Meterse con Al Capone en la Chicago de los años 30 no era un juego de niños; prometerle cincuenta mil dólares que se tenía la seguridad no existirían jamás era temerario. ¿Cuántos hombres serían capaces de poner en juego la vida y prometer fortunas para quedarse apenas con un vuelto? Bueno sería que los villanos de pacotilla de nuestro tiempo, que pretenden -y tantas veces, obtienen- negocios con riesgo mínimo y regalías fabulosas, aprendan de Lustig. Porque sin duda hay un trasfondo de nobleza en la actitud de quien es capaz de poner en juego cosas tan grandes por ganancias tan pequeñas, como quien escribe horas y horas con el solo fin de tener la satisfacción de haber escrito, como quien promete la Luna y el Cielo y las Estrellas nada más que por una sonrisa o por un instante de felicidad, como el héroe dolinesco que tiene la precaución de ser una buena persona y aprender a tocar el piano y convertirse en héroe y estudiar las ciencias y lavarse los dientes y ser considerado y tierno y renunciar a los empleos nacionales, sólo para que saber, cuando una mujer hermosa lo rechace, que ha sido víctima de una injusticia.

En la tragedia de Lustig se presentó la inexorable hýbris de quienes no saben morirse jóvenes. Una ambición desmesurada lo llevó a falsificar 134 millones de dólares y terminó en Alcatraz con una condena de veinte años de cárcel. Murió en 1947 de una neumonía.

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