sábado, 19 de abril de 2008

¡Salud! Para Quien Pueda

¿Quien no se ha quejado alguna vez del sistema de salud de nuestro país? Pues sí, todos.
Y no es que mis planteos levanten las banderas por la salud pública en Argentina, pero considero a su vez pertinente reconocer ciertos puntos.
Quienes tuvieron la oportunidad de ver la película “Sicko” del polémico cineasta Michael Moore podrán entender un poco a lo que refiero; y también podrán corroborar el lugar que ocupa la salud en el mundo “desarrollado” y anglosajón de los Estados Unidos de Norteamérica donde el sistema sanitario es básicamente privado, lo cual significa que el acceso a la salud es para unos pocos, solo para aquellos que puedan afiliarse a un “seguro social privado” (seguro social que según vastas experiencias no responde completamente las demandas de un paciente tipo).
Las obras sociales se configuran como mega empresas cuyos capitales se abultan significativamente, y simplemente porque la salud es concebida como un bien de mercado, algo que se puede comprar y sostener si la situación económica así lo acredita. Pero esto no es todo, quienes acceden a servicios sanitarios privados también manifiestan insatisfacciones acerca de cómo éste funciona y la limitada cobertura que posee (obviamente el factor discriminación condimenta el panorama).
No es que Argentina tenga que dar cátedra al respecto, pero más allá de todo, la salud pública sigue manteniéndose presente, y no precisamente porque los gobiernos de turno así lo requieran, sino porque infinidad de profesionales sostienen estos espacios en pos de la comunidad para quienes “trabajan”, digo trabajan entre comillas porque no son empleados que reciban una remuneración justa, un aporte jubilatorio u obra social sino porque en su mayoría son puestos transitorios solapados bajo el título de “becas profesionales” (capacitaciones de posgrado, pasantías, concurrencias, residencias, reemplazos de guardia, etc.), en fin: trabajo en negro sostenido por el mismo Estado que denuncia tales prácticas como ilegales.
Después de ver el film “Sicko” pude realmente valorar un poco más la oportunidad de poder asistir a un Hospital Público ante una emergencia médica, o ir al Centro de Salud a colocarse gratuitamente una vacuna. Esto, aunque no podamos creerlo, en EE. UU es imposible, no existe, no solo porque tienen el peor Sistema de APS (atención primaria para la salud) del Planeta, sino porque no figura en la agenda del gobierno.
Quienes luchan por la salud para todos, luchan porque tales espacios en nuestro país no desaparezcan; son precarios: cierto, pero existen y día a día luchan para seguir existiendo.
En un país que aspira a ideales netamente capitalistas, es compresible la anulación del acceso a la salud y la educación pública, procurando que sus pobladores se pasen toda la vida ahorrando: para atender una enfermedad inoportuna o para que sus hijos puedan ir a la universidad.
Sicko muestra tales atrocidades en un documental al estilo de Moore: polémico, sarcástico y provocador.

lunes, 14 de abril de 2008

Buena Suerte y Hasta Luego

Gran parte de los aspectos de la vida que consideramos más relevantes no dependen de nuestros méritos.

Ser lindo o no de acuerdo al estereotipo de la sociedad en la que se vive es una realidad meramente azarosa.

Quien nace en una familia económicamente acomodada, por ejemplo, tiene solucionados buena dosis de los problemas que aquejan a muchos. Irá a un buen colegio, tendrá recursos para hacer frente a las contingencias de su salud, trabajará en la empresa de su padre sin necesidad de tener que esforzarse para conseguir un empleo como tantos otros, viajará a su trabajo en su auto sin comprender por qué la gente se queja del transporte público y se casará con alguien que haya tenido una vida más o menos similar. En ese contexto, escuchará los lamentos de los que luchan todos los días para conseguir lo que él obtuvo regalado y dirá “No entiendo cómo dicen que la vida es difícil” o, peor aún, “A la suerte hay que ayudarla” (frase, esta última, que suelen decir solamente personas afortunadas).

No estoy diciendo que no hay nada que los menos afortunados podamos hacer. Es nuestro deber seguir remando contra el destino, aunque más no sea como forma de protestar contra una realidad que parece burlarse de nosotros.

Por eso, desde mi más hondo despecho digo: “Realidad, ¿por qué no te vas un poquito al fondo del baño al que María le sacó fotos un par de posts atrás?”.

¡Cuánta razón tiene Woody Allen en Match Point!:


jueves, 10 de abril de 2008

Vidrios espejados

En algunas estaciones de tren las ventanillas de la boletería están cubiertas por un enrejado metálico y un vidrio espejado; queda apenas el resquicio en la parte inferior a través del cual se cumple el cometido de intercambiar dinero por boletos.

Es difícil explicar la sensación de incertidumbre que genera, para quien va a sacar el pasaje, no ver hacia adentro. No por algún interés particular en verle la cara al empleado del ferrocarril, sino simplemente por la imposibilidad de ver si hay alguien. Se dice con frecuencia que peor que el odio es el olvido, o la indiferencia. Cuando uno se para frente al espejo y se dispone a decir el lugar de destino, ineludiblemente aparece el temor de no ser escuchado, de sentirse hablando solo, de que lo den a uno por loco o que uno mismo comience a desconfiar de su raciocinio. Sin embargo, el abnegado viajante pronuncia de todos modos las escuetas palabras, que en general se reducen al nombre de una estación (“La Plata”, “Constitución”, “Bernal”) y eventualmente a un parámetro de la previsibilidad del futuro (“ida” o “ida y vuelta”), no sin que una suerte de adrenalina le recorra el cuerpo.

Después llega el peor momento, esos infaustos instantes posteriores en que aguardamos la respuesta. Alguna respuesta. Si la llegada de ésta se demora un segundo más de lo habitual, aparece la angustia, un sentimiento de soledad metafísica sólo capaz de remediarse con la contestación a nuestra solicitud. Dicha respuesta consiste las más de las veces en la aparición del boleto, reluciente la tinta sobre el papelito miserable, a través del hangar invertido en la parte inferior de la ventanilla; o, en algunas ocasiones, una voz impersonal que pregunta: “¿Sí?”, es decir que no nos escuchó, es decir que se había alejado como quien se aleja de la parada cuando el colectivo no viene y luego vuelve corriendo presuroso por el miedo a perderlo, es decir que contribuyó para que nos sintamos un poco más solos o más desquiciados.

Pero no es ese procedimiento (después de todo, normal) lo más inquietante. Algunos vecinos de las estaciones me contaron sus sospechas, que promovieron estas líneas.

¿Son personas, seres humanos de carne y hueso, los que están detrás del espejo?

Descartes nos diría que sí, pues así como la razón le permitía inferir que debajo de los paraguas y los pilotos que él veía por la ventana en las calles de París había personas, también nos permite a nosotros saber que detrás de los boletos, de algún dedo que asoma de vez en cuando o de la voz, esa impersonal voz que a veces se escucha, hay personas. Pero se cuenta en los parajes lindantes a esas estaciones que hay quien ha aportado pruebas de que nadie vio nunca entrar y salir a persona alguna de las casillas de las boleterías.

Las otras posibilidades son:

1) Que se trate de un dispositivo mecánico provisto de un micrófono que capte la voz del viajante, un cerebro electrónico que decodifique los datos y ordene imprimir el ticket correspondiente, y un sistema robótico que articule el par de manos que se encarga del expendio del boleto, de tomar el dinero en concepto del pago y de la entrega del vuelto (previo cálculo de la diferencia, que el mentado cerebro ejecuta con los datos aportados por un lector óptico o escáner).

2) Que haya simplemente un par de manos, solamente un par de manos, con la capacidad suficiente para realizar las tareas correspondientes, las cuales no son, por cierto, un alarde de dificultad. Para sostener esta hipótesis, nadie ha proporcionado una solución ante el surgimiento de voces.

3) Que quien se encarga de los mencionados oficios sea, sin más vueltas, un fantasma. O varios. Conocida es la habilidad de los espectros para engañar a los sentidos humanos con el método de manifestarse en pequeñas dosis. Incluso hay quienes creyeron identificar en la estación Zeballos al alma de don Rogelio, viejo vecino de la zona que ejerció la función de la boletería hasta el día que se murió, poco tiempo antes de la privatización y de que la ventanilla fuera abominablemente sepultada.

No hay, por el momento, mayores pistas para determinar el grado de probabilidad de cada una. Admito no haberme atrevido nunca a permanecer en la estación hasta que las ventanillas se cerraran, tapiadas por persianas metálicas.

Pero hay una posibilidad aun más atroz.

Quizás sea el futuro de todas las ventanillas de boleterías verse cubiertas de vidrios espejados, tal vez éstos alcancen luego todas las ventanillas de oficinas públicas y de bancos y de correos y más tarde la atención al público toda. Quizás el mundo se transforme en una gigantesca cámara Gessell, un pascaliano y perfecto panóptico cuyo centro esté en todas partes y cuya circunferencia en ninguna, un auténtico Gran Hermano con miles de seres subordinados que nos observarán desde detrás de los espejos. Quizás en el futuro las paredes, literalmente, oigan, y las cámaras ocultas no dejen rincón sin invadir, y no podamos vivir ninguna situación por fuera de lo normal sin pensar que estamos siendo víctimas de un sketch planificado por otros.

Pero aun si supiésemos que es ése nuestro destino ineluctable, no debiéramos desanimarnos. Porque -como me mostró hace tiempo un ilusionista amigo- inclusive en el caso más extremo, en el que un individuo es engañado por todos los demás, como en la película The Truman Show, es ese individuo el que vive su vida libremente y todos los demás los que subordinan su existencia a ese sujeto. ¿Alguien querrá discutir el adverbio “libremente” que utilicé en la oración anterior? Que arroje la primera piedra.

Mientras tanto, continuaremos sintiendo incertidumbre y angustia, adrenalina y soledad cada vez que pidamos el boleto en algunas estaciones.

Dios nos libre de estar nunca detrás de un vidrio espejado.